martes, 24 de febrero de 2009

El nacimiento de Manolo

Manolo nació un día triste de abril. Fue el único día triste de un mes lleno de flores y de sol. A su madre el parto no le resultó especialmente doloroso. Participaba con fluidez de la conversación que mantenían la matrona y la auxiliar hasta que le tocaba empujar. El niño se deslizó por el líquido amniótico hacia la luz, un camino trillado y señalado por sus anteriores tres hermanos, todos varones, todos nacidos en primavera. Lloró más de la cuenta, al menos eso le pareció a Carmen. Ahora tomaba el pecho, ahora cogía impulso y aire para proseguir el llanto.

Pesó tres kilos y ochocientos cincuenta gramos. Quizás fueran algunos gramos más, pero aquella báscula primitiva redondeaba hacia el cero y el cinco. Tenía la cara arrugada, bien por algún dolor desconocido, bien porque aventuraba un niño ceñudo y difícil.

El padre se acercó a la madre en la cama, ya en la habitación 562 del hospital, le puso un dedo en la barbilla al recién nacido y anticipó con clarividencia:

- Este niño va a ser tristón.
- No digas eso -protestó Carmen-; el niño va a ser médico.
- Un médico triste -asumió Antonio.
- Tú sí que estás triste, como el día. No sé cómo pude casarme con alguien tan pesimista.

Carmen era sastre. Hacía chaquetas y trajes completos. Huía de las camisas porque no le compensaba el trabajo para lo que luego querían pagarle por ellas. Para las chaquetas sí tenía una clientela fiel, envejecida y con pocas incorporaciones, pero le permitían mantener un sueldo decente al cabo del año. Antonio trabajaba de contable. Por aquella época aún no habían aparecido los programas de contabilidad que permitían gestionar los asientos y hacer simuladores de presupuestos. El trabajo era arduo, pero él reunía el perfil adecuado: puntilloso hasta el extremo y pesimista convencido.

Manolo estuvo llorando sin parar hasta entrar en el parvulario del barrio. Ahí también lloraba, pero convenció por simpatía a tantos camaradas de clase que parecía un coro esperando al director para inciar la obra. La madre traspasaba el temblor, el carrito y el niño a la maestra que se hacía cargo de él, y que lo empujaba compungida y mascullando su mala suerte por el pasillo hacia el aula silente y expectante.
En esta guardería estuvo un año, pero tras la marcha de cuatro maestras, la directora decidió pedirle a la madre que cambiara al niño alegando que su negocio estaba en juego. La madre accedió, comprensiva, y así comenzó un circuito de tres guarderías, cada vez más lejanas, en el plazo de los dos siguientes años

Al llanto perenne se le fueron sumando, a medida que el niño ejercía mayor control muscular, posturas de tensión que envaraban al niño sobre la sillita o en el suelo. Si lo cogían para calmarlo, tanto la madre como el padre o cualquiera de sus muchas cuidadoras, tenían la sensación de tener un tronco rígido que soltaba agua por unos huequecitos entrecerrados junto a unos sonidos agudos e interminables que convertían en malos pensamientos cualquier buena intención previa.

Lloraba y lloraba, y se tensaba más y más. El pediatra les decía que habían tenido mala suerte, que era un niño difícil pero que si hacían tal y cual cosa... Ante la insistencia de los padres, finalmente les recetó un medicamente. Unas gotitas que los padres compraban par pares en la farmacia por miedo a que se agotaran. Fue un gran descubrimiento que evitó probablemente que cedieran al niño en adopción.
Antes de las gotas, Manolito también dormía. Nadie tenía conciencia de ello, pero según el pediatra si el niño seguía vivo y poniendo peso, es que dormía.

Al tercer año, las gotitas se habían extendido también a la guardería, y el niño permanecía sedado, sentado en su sillita prácticamente dormido. Se saltó de esa forma cualquier estimulación de las que reciben los párvulos tanto en su interacción con los otros niños, como en el manejo de los juguetes educativos que regaban el suelo.
Consiguió ser el más impopular del barrio, lo cual, como sabemos hoy, es igual de importante que lo contrario.
Manolito el llorón. "Por ahí va el niño ese", "qué niño más impertinente", "si yo fuera la madre...". Las buenas personas se acercaban a darle consejos a Carmen, a una madre ojerosa y cansada, que podría haber escrito un manual de soluciones infructuosas para el llanto infantil, al menos para el llanto de su hijo.

¿Qué podría causar ese llanto persistente en un bebé?